lunes, agosto 29, 2005

Trozos de historia, oídos al pasar


Francine en el curso

De pronto, exactamente a las 9:36 de la mañana, Francine en el curso. Y lo que llamó su atención no fue el hecho de Francine un metro sesenta y dos, larga cabellera de rubia, piel de un blanco sólo interrumpido por unos labios de un rosa tenue y los ojos de ese azul idéntico al del techo en el baño de aquél cafesucho en Saint Roman, apareciera en el curso en ese minuto entre las 9 y las 10 de la mañana de un día de marzo. Acaso fuera que apareciera junto al Gordo Velasco y ese contraste entre belleza frágil y contundencia corporal fuera algo como una señal de alerta, una invitación a arrojarlo todo y marcharse, advirtiendo a todos la llegada de los cosacos, el fuego en los tejados, la quema de los campos.

Cabe aclarar que nadie, nadie salvo Gregor parecía notar que, súbitamente, Francine en el curso. El hecho en sí no llamaba demasiado la atención, pero para él, cuyo entendimiento de pronto se llenó de cabellera rubia y piel de un blanco intenso, era casi como una afrenta: Francine en el curso significaba que su atención renunciaba de lleno a Peters y a los perfiles de competencia en el personal. Francine en el curso era dejar de lado por unos minutos las ensoñaciones diarias de ser un director distinguido, portada de revista, jaguar a cien por hora en céntrica avenida.

lunes, agosto 22, 2005

Pena Ajena


Mon 9:20 a.m.

Lunes
nueve y veinte
a eme
siéntate ahí
cobijo justo, ventana habitual
persiana plegada, jornada productiva
ritmo preciso en el que derramas tiempo
que no se pierde en quehaceres más mundanos

Y tus libros,
los que aún no escribes,
mosquitos muertos la noche anterior:
cadáveres sobre una mesa,
que arrojas al suelo
con el dorso de una mano
suficientemente llena de dedos
que sirven para indicar el rumbo
marcar el paso
acusar violentamente
contar los billetes
con los que compras sueño
de doce
pe eme
a seis
a eme
y algunas excusas
que abrazar
rumbo a la torre

viernes, agosto 19, 2005

Intentos Fallidos



Tres de Espadas

El caos se mira en un espejo y se niega a reconocer su propio rostro.

Decide cruzar al otro lado, y en ese instante, en algún lugar del Centro, entre una taza de café y otra, una niña decide comprobar qué tanto dolor puede soportar un corazón.

Ha sonado la 6ta. Campanada.

La rutina es atar tu agenda a los zapatos y dar vueltas en torno al altar de tus comodidades. Nada debe violentar el ritmo de tus dedos sobre el teclado, de tus labios sobre sus piernas.

Y pudrirte en ese laberinto de pasillos. Llenar los informes y sacar punta a los lápices; cruzar puertas y bajar elevadores sin música. Perder el ama y ser alguien.

Recordar que la decencia va de la mano con la disciplina. Que la virtud desfila tras los modales. El éxito es el fruto de la semilla del trabajo. Tu sueño, un hueco.

Tu dosis de idiotez cada mañana, para soportar el tono insulso de sus rostros. De vez en cuando, escapar por las escaleras para desconcertarlos.

Ha sonado la 6ta. Campanada.

Una niña decide que el beso que lleva en el bolsillo es la mejor forma de pintar sonrisas en el rostro de unos cuantos. Endulza su café y suspira. Un espejo se rompe a sus espaldas.

La fe se ha mirado en el espejo. Nada consuela su llanto.

Trozos de historia, oídos al pasar.

Era así: gordito.

- ¿De veras no lo ha visto? Era así, gordito; con el pelo todo esponjado de tanto que se lo agarra.

Dijo que se iba a Miami, que no tardaba, y no ha vuelto. Ya ni me canta, ni me agobia con sus preguntas, no me cuenta tonterías cada mañana, no me da de beber sus inquietudes.

- ¿De veras que no lo ha visto? Era así, gordito; no tan alto. Parece medio mamón cuando uno no lo ha tratado. Pero no es malo. Está un poco confundido, eso es todo…tantos cambios.

Me dijeron que dobló la esquina, como perdido en sus propias teorías. Iba murmurando algo, aseguran. Bajo el brazo, un libro de nombre extraño. En otro idioma. ¿Portugués?

- ¿De veras que no lo ha visto? Era así, gordito; es que ya no ha ido a correr. Quiere estar en todos lados a la vez. Saber de todo, oír de todo, hacerlo todo. Por eso se ve tan cansado. Por eso a veces parece que se enoja, pero no. No es enojo. Es angustia por la prisa. Rencor hacia el tiempo.

Yo lo vi cruzar la puerta, cargando a cuestas la maleta. La que siempre llena poco a poco, toda una noche invertida para empacar, cada vez que va de viaje. En la mirada un intento de respuesta, una explicación que nadie le pide, pero siempre intenta dar. Dijo que se iba a Miami, que no tardaba. Una plática, algo sobre el dinero, sobre lavado, sobre mil cosas que nunca entiendo. Dijo que se iba a Miami. No ha vuelto.

- ¿De veras que no lo ha visto?

jueves, agosto 11, 2005

Sucursal Babel



Amo devagar os amigos que são tristes com cinco
dedos de cada lado.
Os amigos que enlouquecem e estão sentados,
fechando os olhos,
Com os livros atrás a arder para toda a eternidade.
Não os chamo, e eles voltam-se profundamente
Dentro do fogo.
Temos um talento doloroso e obscuro.
Contruímos um lugar de silêncio.
De paixão

Herberto Helder, “Aos amigos”


Amo lento a los amigos que están tristes con cinco
dedos en cada mano.
Los amigos que enloquecen y están sentados,
cerrando los ojos,
los libros tras de sí, ardiendo por toda la eternidad.
No los llamo, y ellos regresan profundamente
al interior del fuego
Tenemos un talento doloroso y obscuro.
Construimos un lugar de silencio.
De pasión.

Herberto Helder, “A los amigos”

martes, agosto 09, 2005

Pocitos' Sonidero


"La única cosa que no quiero es morir
Por lo menos, no ahora. ¡Por favor!
Ese hombre allá arriba y mi esposa acá, deberán esperarme......
por lo menos un poco más de tiempo
para disfrutar todo esto más..."
Ibrahim Ferrer**
Palabras publicadas en el libro
"Buena Vista Social Club"
de Wim y Donata Wenders.
Duermen en mi jardín, las blancas azucenas, los nardos y las rosas, mi alma muy triste y pesarosa, a las flores quiere ocultar su amargo dolor…

Dos gardenias para ti… me ofrecía Portillo de la Luz, y mis esfuerzos de patético e inexperto seductor mexicano golpeaban en seco contra las curvas de una jovencita habanera cuyas curvas y prendas (y, ¿por qué no decirlo?, su fino bigote) dejaban adivinar todo menos sus 16 años. Ella era hija de la dueña de un restaurante chino que queda (¿quedaba?) justamente al lado del Dos Gardenias, tradicional establecimiento en donde mi tía, supuestamente a mi cuidado, bebía mojitos, oía boleros, y esquivaba una que otra mirada anhelante de añejos italianos en plena caza.

La Habana me abrumaba, estudiante universitario de 19 años, y todas mis lecturas e ídolos musicales de una adolescencia, todavía vigente y latiendo, se me ofrecían al alcance de la mano. Derramando saliva y suspiros en la escalera de la Universidad de la Habana; ensoñando idiota frente al Granma; esquivando marihuana, pejejé y monte cristos de 3 dólares; decepcionándome en la Bodeguita, vituperando al Floridita; perdiendo(?) un día entero, un primo y dólares en la calle obispo, tenderete tras tenderete de libros de viejo, donde en un cuartucho sofocante y de olor dulzón me ofrecían y ponían en mis manos una primera edición de Paradiso a 45 dólares, la cual rechacé inocentemente desinteresado (MCMLXVI, mostraban unos letras en la segunda de forros, ¿o acaso sólo lo imagine después?. Ah, juventud, ¡cuantos errores me permitiste, que aún me atormentan!) prefiriendo comprar los cuentos completos de Onelio Jorge Cardoso (de esta parte del trato hasta la fecha no me he arrepentido) y una antología de Casa de las Americas de… Mario Benedetti. Lo sé. Lo sé. Ahorrémonos los comentarios, por favor. Además, me desvío del tema.

Yo no quiero que las flores sepan los tormentos que me da la vida, si supieran lo que estoy sufriendo, por mis penas llorarían también…

Abandonados por su tía y compañía, éste nada ingenioso hidalgo despreciado por su potencial dulcinea y su primo Carlos (en ese caribeño viaje su fiel y paciente escudero), decidieron tomar un taxi. Pirata claro está, buscando abiertamente violar cuanta recomendación nos habían hecho en el hotel el día de nuestra llegada. El chofer del siniestro taxi, un peugeot destartalado y gris, tras ofrecernos marihuana, habanos y hasta una sobrina “muy limpia y de casa”, prefirió, decepcionado por el evidente fracaso comercial de sus ofrecimientos, interesarse por nuestros gustos musicales. Y ya que nos había recogido afuera del Dos Gardenias, comenzó a poner en el tocacintas del auto, cuanto casette tuviera a la mano. Esto no contribuyó a calmarme, pues cada vez que abría un compartimiento (el auto tenía demasiados para mi gusto) o buscaba bajo el asiento, yo esperaba vez emerger la cachiporra o el cebollero, herramientas de trabajo favoritas de los asaltantes caza bobos (verbigracia: turistas mexicanos fresas) de los que tanto nos habían prevenido. Por fin, con expresión triunfante, y con un movimiento brusco que casi me causa un infarto, me mostró fugazmente una vieja cinta de audio que colocó inmediatamente en el viejo estéreo. La trompeta que abría
“Dos Gardenias” llenó de pronto el auto, y una voz cálida y un poco (sólo un poco) raída atrapó toda mi atención. “Es Ibrahim Ferrer” fue todo lo que dijo el taxista pues, por primera vez desde que había arrancado, guardó silencio. Silencio que sólo rompió para cobrarnos una escandalosa cantidad, y dejarnos, eso sí, sanos y salvos en la puerta de nuestra hotel, concentrado de nuevo en la música y diciendo algo así como “Éste si que canta bolero de veldá”, antes de arrancar de nuevo y enfilar rumbo al Malecón.

Allí, en la acera frente al Hotel Duville de La Habana, Cuba, me olvidé el nombre de Ibrahim Ferrer. Después vino el fenómeno: Ry Cooder imaginó que si en Miami estaban Cachao y Chocolate, en la Isla debía haber todo un tropel de genios esperando ser redescubiertos. No se equivocaba. El Buena Vista Social Club desempolvaba los instrumentos, aclaraba las gargantas y se preparaba para tomar al mundo por sorpresa.

Silencio, que están durmiendo, los nardos y las azucenas, no quiero que sepan mis penas, por que si me ven llorando morirán.

Este sábado me pescó cortando un césped que me recuerda mi nueva condición de casado, traduciendo un libro muy lejano a Auster, muy lejano a Joyce, y muy lejano a nuestra realidad, aunque se pretenda lo contrario. La paga no es del todo mala y me pregunto: ¿me estoy alejando yo mismo de mis realidades? Mientras tanto Ibrahim iba cantando los versos finales de un montuno que, como todo buen son cubano, fue cobrando fuerza hasta el final. Me quitaba el pasto de las perneras del pantalón, cuando a muchos kilómetros, Ibrahim se nos iba debido a una falla masiva de órganos. Tu orquesta, Ibrahim, esa de adentro, ya no te quiso seguir el ritmo. Se acabó la descarga, dijo, guardó los instrumentos y salió del edificio, dejándolo en silencio. A ti, el silencio no te va; negro necio, tremendo Ibrahim.

Vivías en descarga, Ferrer, y tu mujer te dejaba ser. Le prendía las veladoras a Changó y te dejaba subir a ese tren violento que no entendía, que no quería creer que llegaba tan tarde. Esos trenes no suelen partir ya en otoño, pensaba. Pero llegó, llegó el tren de la fama, de las giras, del reconocimiento, e Ibrahim tomó maletas, abrazó a sus amigos y se fue con sus compays a hacer bailar al mundo, a arrancar suspiros mientras recordaba y hacía que todos recordáramos
aquellos ojos verdes. Mi padre y yo te mirábamos, cuando en la vorágine de la gira llegaron a mi provincia pérdida, ese estado mental que José Luis Justes ha aprendido a valorar y hasta defender. Un grupo que hacía bailar al apagado público que solía asistir a los conciertos en el Teatro de Aguascalientes, público que tenía en promedio casi la mitad de la edad que los músicos frente a ellos. Te mirábamos y escuchábamos a ti, y a Omara también, sobre todo a ustedes dos, menospreciando a Rubén González, a punto ya de partir, él primero que todos ustedes. Compay Segundo y Eliades Ochoa no habían venido en esa gira, así que el escenario era de ustedes dos. Y lo sabían. La charla posterior al concierto fue la primera que mi padre y yo teníamos en mucho tiempo, tras un proceso largo de batallas caseras que siempre empezaban por nada, y nunca llegaban a algo. Fue también ése, el primero de una serie de conciertos que, hasta la fecha, hemos compartido y comentado, y que me siguen acercando a él.

Vivías en descarga, como buen santiagueño. Me quedaste a deber Lágrimas Negras, para mi colección. Omara va pidiendo, a dueto contigo, que te dejen dormir, que guardemos silencio, que no te despertemos, que no nos veas llorar.

... por que si me ven llorando morirán.

¿Qué pasaba contigo Ibrahim? Cubano loco y alternativo que quiso asociarse a un grupo de músicos sajones que te mostraron un montón de dibujitos y que te explicaban que ése era, precisamente, el grupo. Gorillaz cerraba la circunferencia de un proyecto interesante, ecléctico tal cual lo habían concebido. Ibrahim solo se divertía, cantaba y escuchaba fascinado los samples y “ruiditos raros” que iban tejiendo esos chicos para arropar su voz, su cara de niño travieso, entre sorprendida y risueña siguiendo el proceso, oyendo el producto final.
Es hacer música, igual, pue’ y se reía de todo, y de nosotros, de la cámara y el tiempo.

Igual se ríe ahora, quizás, mientras el montuno se va perdiendo, tres y contrabajo arrancando los últimos acordes obligándonos a mover los pies y tamborilear sobre las piernas con las manos. La Habana guarda silencio por sólo un instante y tus veladoras a Changó siguen ardiendo, poco a poco, hasta consumirse.

Pero si un atardecer las gardenias de mi amor se mueren
es por que han adivinado que tu amor me ha traicionado
por que existe otro querer.

lunes, agosto 08, 2005

Pena Ajena



Invasiones

Las hormigas han fijado base en la cocina
aventurando incursiones en el territorio libre
que solía ser mi habitación

Alegan hegemonías que no distingo
conciencia histórica
entomológica
necia

Y nadie explica a mis libros
tranquilas victimas
el violento tropel de pasos y de injurias
que sus espaldas sufren

Mi alma, apesumbrada por otros pasos,
no siente aún la marcha
el millar de estalactitas negras
pero la mordida llegó meses atrás
como preludio de ese cosquilleo en las piernas
de esa hilera de invasores que ya alcanza el tobillo

Una paloma muerta sobre el tejado
informa un amigo
de allí viene la legión absurda
y yo imagino mi alma
repleta de aves muertas
que mandan de avanzada
artrópodas hileras.

sábado, agosto 06, 2005

La Plagioteca

La noche del viernes llegó a casa el "Diario de Dolor" de María Luisa Puga. Bomba de relojería que apenas al pulsar "play" en el reproductor lleno la casa de un ánimo que no era nuestro pero se fue instalando poco a poco como parte del mobiliario.

Puga es una asignatura pendiente en la que mi pareja me lleva una ventaja notable. Aldán insiste en que mexicanice mis lecturas. Venga el primer paso: el reconocimiento de una narrativa nacional de grandes aciertos, sin fuegos artificiales pero con la suficiente sustancia como para taladrar el ánimo y marcar senda. Elena Garro me espera al girar la esquina. Creo acercarme un poco más preparado.

Malentendidos

Soy la única persona en el mundo
que puede tener la certeza de que
mi gata Carlota se suicidó
por amor
El dueño
Que los gatos sienten, estoy seguro. Toda cosa viviente siente. Pero ¿planearán? ¿Tendrán capacidad de llegar a conclusiones y, de ahí, a decisiones?

Viéndola cruzar la habitación principal de mi departamento (un confortable salón, con divanes, buena iluminación que invita al recogimiento, luz juguetona durante el día, amplios espacios), viéndola cruzarlo con su paso mullido, indiferentemente elegante, impasible aunque atenta a todo sonido o movimientos, pero segura de sí, yo la sospechaba poseedora de un secreto clave. Vastísimo.

La creía más allá del sufrimiento; la intuía sabia por tanta reflexión (aparentemente indolente, pero concentrada, repleta de determinación). La envidiaba por su reconciliación con el universo; por su fatalismo optimista. Su vitalidad, que tenía tanto de muerte sana.

Me sobrecogí la primera vez que la vi acechar un insecto. Me quedé hipnotizado observándola. El universo suspendido. Sólo existía el espacio de la gata y el insecto…no: sólo existía el espacio de Carlota, dentro del cual estábamos atrapados el insecto y yo. El insecto en su inconsciencia; yo en mi estupor. Yo afuera y adentro, el insecto espantosamente adentro. Y Carlota acechando, acechando. Perfectamente inmóvil. Yo erizado del horror. Era como descubrirle otra cara. Una faz dura. Toda ella crueldad… ¿y se destreza, su elegancia, su reflexión? Sobre todo ¿su sabiduría?

El zarpazo fue fugaz, impecable.

Así conocí a Carlota y no tuve más remedio que seguir queriéndola.

Y tengo la certeza de que se suicidó por amor.


Lo vi tan seguro, tan gallardo, tan convencido de lo que era, era, sí; no había porque dar explicaciones. Pero ¿de dónde venía? ¿Qué lo había hecho? Y, lo más importante, ¿qué quería? No me pregunto si a mí. Obviamente se acercó porque me buscaba, pero yo no lograba ver qué quería más allá de una relación. Nosotros los gatos sabemos muy bien que la relación (con quien sea), el amo o el compañero, no es una meta. Es un elemento para ser más uno mismo. Yo, por ejemplo, se que quiero paz. Paz para oír mi vivir; para oír la vida de la que soy parte. Para entender lo que me resulta ajeno, distinto; este señor, por ejemplo, que me tiene en su casa y me llama Carlota y cree que me posee. Aunque lo dejó entrar, eso hay que admitirlo. Pero digo, ese señor me desconoce tanto como yo a él, y así y todo sabe que necesito un compañero. Respetó, pues. No puso ningún reparo a esta irrupción en nuestra vida cotidiana e incluso aceptó que se alterara. Sin entenderme, entendió que pasaban cosas en las que no se podía inmiscuir. Cosas que no podía evitar.
Por ese mismo respeto, o aceptación de la incomprensión, reconocí de inmediato que no podía pedirle ayuda. No me quejo. En estas cosas no es ayuda lo que se necesita. No es comprensión. Es sólo soledad acompañada. Saberse sufriendo en un rincón y no sentirse sólo.

No es que sucediera nada violento. Fue un entrar y salir con una misma gallardía hermética, que ahora, sólo ahora, me atrevo a calificar de pedante. Pero ¿no somos pedantes todos cuando andamos por ahí a tientas buscando lo que queremos (cuando es mero impulso, digo, cuando aún no sabemos lo que queremos)? ¿No fui pedante yo? Yo cuando le dije: lo que quiero es paz. Eso es lo que quiero. ¿No me habré visto mal?



Jamás comprenderá que no tiene derecho a decirme lo que quiere. ¿A mí por qué? ¿Pretende que salga al mundo y lo sacuda para que ella tenga paz, o qué? ¿Yo por qué? Lo que yo quiero es otra cosa. Quiero otra vida, no andar hurgando azoteas para ver por dónde me meto. O me dan de patadas, o me dejan entrar sin mayor problema, pero en ambos casos es igual: tengo que venir de alguna parte e irme pronto. O, como ahora, quedarme para siempre. ¿Y quien o qué lo impone? No ella, seguro. Otra cosa. Algo que ella no es y es al mismo tiempo. Se nota desde su pregunta: ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? Y qué importa, si todo empieza en el momento del encuentro. Ahí comienza todo, y si nos dejáramos vivir ese inicio de vida, a lo mejor encontraríamos la manera para que ella no estuviera encerrada en este salón, y para que yo no tuviera que entrar guardando la figura (porque ¿porqué he de someterme al papel de macho desesperado que sufre por su dama? Ella quiere tanto que venga como yo quiero venir), de no depender del liberalismo paternal de este sector, que la quiere, sí, claro que la quiere. Ella es su gata Carlota, pero no será jamás su compañero. Jamás va a saber responder por su infelicidad. Por más que gente como él invente alimentos muy nutritivos para gatos.

No se da cuenta: o es conmigo o no. Yo no puedo explicarle. Se tiene que arriesgar. Igual me arriesgo yo. ¿Cuántas azoteas no he cruzado ya? Venciendo el temor a todo: golpes, ridículo, hasta la muerte incluso. Para venir a ser recibido con un yo lo que quiero es paz. Pues no. Ni que fuera un agente de ventas que trajera un muestrario para ofrecer: ¿de qué color?

viernes, agosto 05, 2005

Actos Fallidos



El último libro del mundo pasó de mano en mano durante dos siglos y medio, tiempo necesario para que todo aquél que lo recibiera hubiera olvidado que hacer exactamente con él.


Después de los primeros 120 años ya nadie lo hojeaba y sólo se le veneraba como un objeto arcano que había sobrevivido a una no muy clara destrucción masiva.



La gente de la aldea lo colocaba en una choza central frente a la cual la gente inclinaba ceremoniosamente la cabeza al pasar. Pero ni siquiera el sacerdote mayor de aquellas tribus tenía interés en ver que había más allá de la portada. Es muy probable que a esas alturas, sin mayores cuidados o interés por parte de sus guardianes, la acidez propia del papel hubiera ya devorado los secretos que la tinta habría tratado de preservar inútilmente: el último libro del mundo era un cofre que no guardaba tesoro alguno. Y sin embargo, el ídolo, lo Oculto, el arcano venerable, dormía tras sus guardas imponiendo un secreto reverencial que nadie osaba (ni tenía interés en) violar. Nada había cambiado, en realidad. El último libro del mundo ( que había sido olvidado al fondo de un cajón, en un rincón de un edificio de oficinas corporativas, lugar poco probable para ocultar libros; evitando así un olvido más inmediato pero menos místico , quizás) era un ejemplar del libro que sostienes en tus manos.

jueves, agosto 04, 2005

Trozos de historia, oídos al pasar...


Mi abuelo vivió los últimos días de su vida (que no fueron tan pocos) cargando con la cruz de su recuerdo.

Cada mañana iba y lo alisaba, extendiéndolo frente a sus ojos, repasando cada detalle y diseño. Después, comenzaba a arrastrarlo durante el resto del día, a llevarlo de aquí para allá por toda la casa, sin que le importara llenarlo del polvo de los muebles, que fuera como un trapo en el que se atoraran los bichos muertos, envolturas ya sin dulces, las lágrimas de Abuela, todo lo que suele encontrarse en el suelo de una casa de sabores viejos y batallas lentas.

miércoles, agosto 03, 2005

Mejor iniciar con otras voces. Afinar la propia.


Ícaro

A menudo he repetido las palabras de los sabios,
que toda felicidad humana se paga y que es mejor,
libre y fuerte, en la paz inmóvil de los Dioses,
contemplar la vida a sus pies, desde la orilla tranquila de las playas.

Pero ahora, el abismo fascinó mis ojos;
quisiera, como Ícaro, sobre las nubes, lanzarme
hacia la zona de llama donde germinan las tormentas,
y morir cuando hubiera visto los cielos.

Ya sé, ya sé todo lo que ustedes me han dicho,
pero la visión santa está allí; quiero entender
mi sueño y, bajo el cielo asir el deseo,

enfrentar la sed ardiente, las fiebres malditas
y los remordimientos sin fin, por esta felicidad de un día,
el divino, el infinito, insaciable amor.

Icare

J’ai souvent répété les paroles des sages,
Que tout bonheur humain se paye et qu’il vaut mieux,
Libre et fort, dans la paix immobile des Dieux,
Voir la vie à ses pieds, du bord calme des plages.

Mais maintenant, l’abîme a fasciné mes yeux ;
Je voudrais, comme Icare, au-dessus des nuages,
Vers la zone de flamme où germent les orages
M’élancer, et mourir quand j’aurai vu les cieux.

Je sais, je sais déjà tout ce que vous me dites,
Mais la vision sainte est là ; je veux saisir
Mon rêve et, sous le ciel embrasé du désir,

Braver la soif ardente et les fièvres maudites
Et les remords sans fin, pour ce bonheur d’un jour,
Le divin, l’infini, l’insatiable amour.

[Louis MENARD (1822-1901), Rêveries d’un païen mystique, 1876.]

Un salto así, de esta naturaleza, genera temores (para uno mismo), expectativas (para algunos hipotéticos lectores), y suspicacias (para ambas partes). Ícaro, como cada personaje en la trama griega, no era dueño de su destino. Una mano ajena, literando, fue tejiendo el curso de cada uno de sus pasos, la trayectoría de cada una de sus caídas, hasta la final, la que selló su nombre en la memoria. Compartiendo la condena de su padre, no fue capaz de compartir su escape. No fue él, el inventor que despertó suspicacias, miedos, ni el arquitecto del laberinto y, sin embargo, fue el torpe destinatario de la tragedia.

El abismo está frente a mí. El salto se antoja fácil. Un sólo paso y ya está.

¿Mas traducciónes? ¿Que tal una por día? Busquen a Justes.

¿Quieren culpables por este exabrupto? Reclámenle a ellos:

Recuerdos Inútiles

The Art of Fiction

Don Salvador

El verdadero dúo dinámico

Benjamín Valdivia