Esto no es, en forma alguna, un dialogo, no hay ningún ¿me escuchas bien?, ¿me explico?, no te entiendo, me encantó aquello que dijiste sobre, si pudieras tal vez no decir tantas, no me mires a mí que voy de paso, no me importa, no tengo que decirte. No hay nada de eso. Lo tengo claro.
No es pescar el elogio al viento, la crítica en la espalda, el beso sobre el retrato, la imprecación contra la sombra, el golpe al aire, la palmada en la espalda que ya galopa en quince, veinte pasos más delante.
Es acaso venir a extender ante esos ojos que fingen ver hacia otro lado este centón narrativo en el que se ha convertido nuestra pobre cabeza tras pocas (¿muchas, dices? ¿algunas? Nunca suficientes.) lecturas. No sólo de libros. Ay de aquel que sólo lee en los libros. Este trozo es muy bueno, míralo con calma, aquel es un retazo de algún verano en Cascais, ese otro un beso en Puebla, aquella mancha es salsa de una tarde en que la pereza me hizo quedarme en la cama lo más posible, llenándola de libros, revistas, migajas de comida, música que se repetía al ritmo de caprichos inciertos, servilletas turbias… quedó tan llena la cama de infinidad de cosas que fue agregando el día, que aquella noche ya no hubo espacio para el sexo, apenas para un beso, quizás recriminando, temo que más bien agradecido, aliviado. Todas las historias pues, cosidas con un hilo frágil, que por supuesto deberá notarse, saltar a la vista, para que nos llamen tramposos, truculentos, falsos, carentes de estilo, de intenciones, secos en ideas, ausentes de propuestas. Nosotros seguiremos contando lo que vaya siendo insoportable guardar dentro, no por doloroso, sino por esa urgencia de vaciarlo al blanco que libera.
Es ordenar ideas, fraguar batallas que nuestro ánimo cobarde doblará, con cuidado, por mitades sucesivas, hasta que el espacio que ocupen sea igual al valle de una palma, al encierro de un puño, al abismo de un cesto de basura.