martes, diciembre 05, 2006

Trozos de historia, oidos al pasar.

Hay ocasiones en que la vereda informática se siente un poco como esos bares cálidos, mitad en penumbras, con música tranquila, en que una falsa privacidad invita a amigos viejos o recientes a abrirse de lleno ante uno. Y uno no sabe muy bien que hacer del todo ante esos ataques de confianza: juega con el vaso, da un sorbo a la bebida, mira justo entre los ojos, lleva una mirada yo-yo lejos muy lejos de un escote para no incomodar, y sobre todo, contesta cosas torpes, muy torpes, compuestas mayormente por monosilabos o frases hechas.

Amiga llega y derrama sobre la mesa una soledad íntima, muy honda, germinando orificios en el fondo de gran parte de sus frases. Su soledad es íntima ya lo dije (alguien dirá que es la única forma que la soledad adopta; no estoy convencido) , pero el motivo de su soledad es ajeno a ella misma, algo que alguien dijo, algo que alguien hizo. El paradero de los actos de otro va trazando rutas en su propio ánimo, y de pronto se despierta en un sitio en el que no quiere estar, pero no está dispuesta a huir de ahí, a recoger pacientemente el cordel de vuelta al pórtico, al umbral; prefiere incordiar, agitar el puño al cielo, sentarse y suspirar, permitirse acaso un sollozo, y preguntarse, preguntarse tantas cosas.

Amigo viene y desgrana historias que no terminan porque él no está dispuesto a que terminen, y yo no dejo de imaginarlo como un músico empecinado en un escenario vacío, a oscuras, lanzando notas al graderío habitado por las sombras, por el recuerdo de un público del cual ya no está seguro de que haya estado ahí alguna vez. Las manos le pesan sobre el instrumento, el deslizarse suave sobre las cuerdas da paso a un lacerante trayecto poblado acordes y escalas que se le tornan extrañas, hostiles, y persiste, va deshilando el atávico oficio que se vive en nuestras ciudades, de no dejar una cosa hasta que seamos nosotros los que la demos por terminada. Lo peor es sentirme ese espectador tras bastidores, observándolo, ya no sé si con pena, no sé si con fervor genuino, con cierta admiración, y que de vez en vez recibe, cuando el voltea en mi dirección, el gesto puro del que sabe que está dando el show de su vida, que está tocando esa precisa pieza de una forma que no será capaz de repetir.

El bar se vacía, o alguno de ellos va al baño, o se distrae un segundo apoyándo el rostro sobre las manos. En ese intersticio en su discurso, sintiéndome un cobarde o el peor remedo de amigo, tomo el abrigo y salgo, sin azotar la puerta, buscando una noche que no me pida respuestas sin pedirlas, que no espere la palmada de consuelo que no está en mis bolsillos.

Cierro la laptop sin preocuparme en apagarla y al desconectar el cable de red siento mis dedos enfriarse, sensación que me acompaña en la escalera y sólo disminuye al llegar al auto.

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