lunes, octubre 16, 2006

Pues sí...

Esperé exactamente un mes. En la medida en que esa “medida” compuesta por treinta días puedan considerarse “exactamente un mes”. No sé a ciencia cierta lo que esperaba, algo como una epifanía, el decantarse del hecho, revestirlo de significado, vaya el mundo a saber. Lo cierto es que la alegría queda, certera, profunda, pero no me siento distinto. Eso es un alivio, a qué no decirlo. No hay manto ni aura con la cual revestirnos. Tan sólo una sensación cercana al largo final que deja un buen vino en la boca, una vez bebido. Por encima de todo, la grata sensación de cerrar un capítulo. Allá en el fondo, emergiendo lentamente, cambiando el rostro por un instante antes de dormir, llenando mi expresión en el instante en que despierto, la creciente carga de responsabilidad (por llamarlo de algún modo) que representa. La palabra está llamando, habrá que responderle de algún modo.

Pues sí, El Boiler fue elegido Premio Nacional de Literatura Joven Salvador Gallardo Dávalos (ver noticia aquí), y con esto salva una serie de barreras coloquiales (nadie es profeta en su tierra, joven promesa que no promete, etc.) que lo dejan frente al único problema real que le preocupa: ¿qué sigue a partir de aquí?

De todo el aspecto formal que un evento así reviste, con lo que me quedo es con una ceremonia de entrega que, delicadezas políticas aparte, fue para mí entrañable. Todo aquél que recibe cualquier premio no puede pedir más que hacerlo rodeado de amigos. Incluso algunas ausencias se arreglaron para estar ahí sin estarlo.

Y dado que no hubo oportunidad de leer el texto que preparé para el evento, aprovecho este espacio (que entre otras muchas cosas para esto sirve, según me dicen varios maestros) para compartirlo.

Confío en que los amigos que aún me leen, serán los mejores guardianes y los solicitados torturadores para obligarme a seguir escribiendo y para pedir a esos tantos dioses que lo haga, al menos, decentemente bien.

Alicia

El Centro es el lienzo ideal para trazar historias que definitivamente ocurrieron, aunque así haya sido sólo para nosotros.

Mi profesión, nada literaria, me ha dado la oportunidad directa o indirectamente de conocer cerca de un centenar de ciudades. La pregunta obligada apenas llegar a ellos e instalarme cómoda o incómodamente en el hotel, es y será siempre: ¿cómo se llega al Centro? Pero al Centro de la ciudad en el más puro sentido anglosajon: La dicotomía tan marcada entre el Downtown y el Uptown. El sitio en dónde todo parece ocurrir, en donde todo o casi todo puede conseguir, versus los lugares en dónde las familias se retiran para lidiar con lo cotidiano, lo hogareño, el reposo y la convivencia.

A los 21 años había ya bosquejado los elementos que más o menos componen mi vida actual: una profesión de alta exigencia, niveles elevados de stress, la competencia eterna por dejarse a uno mismo detrás, llegar a la meta en el instante justo en el que olvidamos por qué diablos estábamos corriendo; los libros, siempre los libros, música a todas horas, aparecer precisamente en dónde nadie se lo espera, dejar de asistir a aquellos eventos en los que soy más esperado. Juegos tontos, pero al fin y al cabo juegos; lo femenino como presencia eterna, ominosa, necesaria; todo esto en dosis continua, y si las molestias persisten jamás consultar al médico. Con todos elementos, había ya material para poder acometer la empresa de escribir.

Alicia inicia como un proyecto de relatos, de cuentos en el sentido académico del concepto, que compartiendo un personaje y un escenario común brindarían una unidad temática. Las historias de Lewis Carroll como referencia, el Centro de esta Ciudad (o de cualquier ciudad) como pretexto narrativo, lo que en él ocurre o lo que estuviera por ocurrir. La trilogía constante en nuestros días: casa, trabajo, ciudad, se traduce en muchos de nosotros prácticamente como una división de la personalidad, en dónde los dos primeros escenarios contienen a nuestras personalidades sujetas a un orden, y el último de ellos, la ciudad, se plantea como el espacio destinado a una fugaz y dosificada libertad. Poco tiempo bastó para darme cuenta que ni el cuento ni la novela eran el medio que me permitirían abordar un tema que línea a línea se me iba escapando de las manos. De ahí surgió la idea de las estampas. Fragmentos de historia que a, la manera de un vitral, dieran al lector la sensación de aprehender o intuir fragmentos de un paisaje que, de tan amplio y variado, no puede abarcarse en un solo golpe de vista.

El libro toma su forma actual ante la incomodad que producía la sensación de estar dejando del lado un elemento que para mí parecía fundamental: lo lúdico y lo estructural. Tenía, sí, un conjunto de relatos, pero no tenía un libro. La idea del mazo de cartas se volvió entonces imperativa. De un grupo de 30 relatos que sirvieron para cumplir el requisito que una beca imponía, se descartaron más de 20. Las 52 cartas que ahora integran el mazo son las sobrevivientes de un grupo mucho mayor de relatos que fueron escritos para este proyecto. Estoy seguro de que no quedaron solamente las mejores, pero sé que fueron las que mejor funcionaban, las que garantizaban el funcionamiento del mecanismo que tenía en mente.

El libro como un grupo múltiple de relatos, que pudiera leerse en unidad de principio a fin, abarcando ideas separadas en cada uno de sus palos (tréboles, diamantes, espadas, corazones) tratando de mantener un tono distinto para cada uno de ellos. Todo esto sin descuidar lo fundamental en el objeto que se pretendía replicar: la capacidad múltiple pero finita de posibles y distintas jugadas: los pokars o cuartetos, por ejemplo, pequeños módulos narrativos que incluyeran en todos sus casos los cuatro elementos claves del libro: la idea del pecado, la pesada presencia de los templos de esta ciudad, el sádico correr de las horas, con esas campanadas tan de nuestra provincia en el que el día parece irse muriendo a golpes de badajo, y el imaginado proceso de creación del Centro por un ente extraño al que podemos llamar Dios. De esta manera con el resto de las jugadas posibles. Todo esto a través de cinco voces narradoras: Alicia, evidentemente, El Gato, El Sombrerero y El Conejo, cada cual con su manera particular de ver ese territorio, ese tablero en el que les toca moverse, más un narrador que observa todo de manera distante y casi en retrospectiva.

Creo haber llegado esta tarde a un resultado que me concede una felicidad basada en tres logros: que fui por un momento capaz de dar fin a un libro en el sentido completo de la palabra, que se puede ser profeta en tierra propia, y que para aquellos que no gozamos con la gracia de ser poetas, queda la esperanza de poder ser, en efecto, narrador, y no sólo cuentista o novelista.

1 comentario:

LUDA dijo...

...la gracia de ser poeta? solamente Alejandro Suárez... pero sí, bien merecido el premio