martes, enero 31, 2006

La plagioteca


Hace tiempo que por mi cabeza (e inexorable y eventualmente por mis textos) ronda el concepto del Perdedor Nato; así, con mayúsculas. El tipo al que uno, en un primer impulso, se inclina a calificar como patético o digno de conmiseración. Así sin más, sin análisis. Pero que viéndolos de cerca entrañan una magia particular, un brillo diminuto, exangüe, como el de la vela a punto de extinguirse. No es alguien derrotado simplemente, alguien que fue vencido así nomás. Es alguien que eligió perder, lo cual no es lo mismo que decidir no ganar. Eso representa una fuerza que en mi caso (obseso del spotlight y del podio, a qué viene negarlo) está fuera de proporción.

Los libros en torno a los cuales orbito (me elevo, me alejo y parto por un tiempo, siempre para regresar a ellos) se me revelan ahora llenos de pequeños guiños a esta clan de perdedores natos. A veces como una simple estampa, incluso como una contradicción a lo que yo opino de ellos, pero ahí están, certeros, diminutos y alarmantes; como ese Martín “… que empieza a ver con horror que el absoluto no existe.”



“Pero no siempre los hombres sentados y pensativos son viejos o jubilados.

A veces son hombres relativamente jóvenes, individuos de treinta o cuarenta años. Y, cosa curiosa y digna de ser meditada (pensaba Bruno), resultan más patéticos y desvalidos cuando más jóvenes son. Porque ¿qué puede haber de más pavoroso que un muchacho sentado y pensativo en un banco de plaza, agobiado por sus pensamientos, callado y ajeno al mundo que lo rodea? En ocasiones, el hombre o muchacho es un marinero; en otras es acaso un emigrado que querría volver a su patria y no puede; muchas veces son seres que han sido abandonados por la mujer que querían; otras, seres sin capacidad para la vida, o que han dejado su casa para siempre o meditan sobre su soledad y su futuro. O puede ser un muchachito como el propio Martín, que empieza a ver con horror que el absoluto no existe.

O también puede ser un hombre que ha perdido a su hijo y que, de vuelta del cementerio, se encuentra solo y siente que ahora su existencia carece de sentido, reflexionando que mientras tanto hay hombres que ríen o son felices por ahí (aunque sea momentáneamente felices), niños que juegan en el parque, allí mismo (los está viendo), en tanto que su propio hijo está ya bajo tierra, en un ataúd pequeño adecuado a la pequeñez de su cuerpo que quizá, por fin, había dejado de luchar contra un enemigo atroz y desproporcionado. Y ese hombre sentado y pensativo medita nuevamente, o por primera vez, en el sentido general del mundo, pues no alcanza a comprender por qué su niño ha tenido que morir de semejante manera, por qué ha de pagar alguna remota culpa de otros con sufrimientos inmensos, angustiado su pequeño corazón por la asfixia o la parálisis, luchando desesperadamente, sin saber por qué, contra las sombras negras que comienzan a abatirse sobre él.”

Texto: Ernesto Sábato – Sobre héroes y tumbas. (Fragmento)
Imagen: Ernesto Sábato - Autorretrato

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