domingo, noviembre 16, 2008

Trozos de historia, oídos al pasar.

Adriana durante algún tiempo estuvo enamorada de Omar, quien a su vez estuvo enamorado de ella: amor de esos, fugaces e indoloros, en los que a cierta edad la vida acierta en enredarnos. Magda y Jaime vinieron después, y su divisa no era lo fugaz. Adriana se casó con Jaime. Magda fue a vivir con Omar.

Esta tarde, Adriana escucha a Magda desde su sillón, fijos los ojos al frente, pero cada tantos pestañeos mira de reojo a Omar. A Omar ausencias constantes, Omar taza de café que no se acaba nunca, Omar risas de quién no recuerda un buen chiste. Siente cómo una tristeza profunda y lenta sube desde la taza de café a sus manos, ahora a sus hombros y desde ahí escurre por todo el cuerpo dejándola tan lejos pero aún en ese sillón frente a ellos, tan lejos del interés por el libro del que habla Magda, tan lejos de los brazos de Omar que ahora envuelven un cojín rojo, ridículamente grande y que casi le tapa la mitad del rostro al abrazarlo.

Adriana sabe que si alguien fuera capaz de tomar una fotografía de lo que es una despedida, al revelarla mostraría una imagen muy similar a esta: tres personas separadas por apenas centímetros pero que ya se hallan unos de los otros a una distancia que no hace falta medir en metros, sino tal vez en días, o en páginas colmadas de una letra apretada – críptica – que cuenta en el papel todas esas cosas que no se dicen ante una taza de café y dos pares de ojos.

viernes, noviembre 14, 2008

Numeralia.

Guarda todo número, en su raíz y ramal de fórmulas, el sosegado lenguaje de la estrella, su deambular vasto, repleto de desamparos. Guarda el canto secreto de esas manadas de elefantes que desaparecen en la India, como si nunca hubieran estado ahí, como frases que se pierden a su vez en los grandes salones, entre el tumulto, las migajas que caen de las mesas y el humo siempre ajeno de los cigarrillos.

jueves, noviembre 13, 2008

Bertha

Resulta ser que el ímpetu, la audacia, la vocación de Atlas, el desfacer entuertos, aceitar las poleas, los invisibles cables de la obtusa maquinaria que es una familia; resulta ser que todo esto se lo tragó un puntillo que obscuro fue creciendo desde el centro de tu cuerpo, creciendo, creciendo, creciendo, torpe y necio punto, hasta llenar de un denso desvelo nuestras almas.

Lija tosca de células absurdas, predadoras, adelgazándote de dentro hacia afuera, hasta que sólo fuiste piel compresa por el aire desde todas direcciones, hasta que en tu interior no quedó más espacio que para una mesa pequeña ante la cual la muerte se sentaba a charlar despacio, como sólo charlan los amigos, con ese Dios al que de niña, quisiste hacer tu novio.