martes, abril 11, 2006

Trozos de historia, oidos al pasar.




Ciertos crepúsculos, antes de que el ritual de inicio, tengo la certeza de que no soy más que un amasijo de heridas. Una doble red de heridas que se superponen, replicando el diseño de daño en la superficie y en el interior, iguales heridas en ambos planos. No, iguales no: las heridas de la superficie sanan, las voy reemplazando sin parar una sobre otra, como un desierto en el que las capas de arena se van sucediendo una a una, arrastradas por un viento que no descansa, que va extendiendo capas nuevas sobre el tapiz lleno de surcos, huellas de peregrinos con ruta incierta. El peregrino que deja huellas sobre mi piel, el que deja las heridas, ese viento que en mi espalda, en mi pecho y brazos, cambia cicatrices viejas por nuevas, no es más que la violencia de mi ciudad. Así pues, mi cruzada es la del barco a contraviento.

Esta certeza va seguida siempre del mismo miedo. El temor a caer en la senda del autómata, el peón que ha perdido toda convicción y se limita a cumplir una orden que nadie le ha dado. Es el riesgo que corre todo aquel que enfrenta una guerra sin fin, compuesta de una pequeña sucesión de medianas victorias, y una interminable lista de diminutas derrotas. La balanza no es favorable. El barco, a contraviento, le teme a la deriva.

Los miembros doloridos, la mirada que empieza a fastidiarse, los sueños cortos, fugaces en donde viejos oponentes vuelven para burlarse, para recordarme que no importa a cuantos de ellos venza, nunca habré de detener al único de ellos que me interesa, no salvaré a quien verdaderamente me importa. No me cuestiono, no me juzgo: no me corresponde. No es mi cordura la que está en juego, la cordura es algo que no me interesa buscar cuando me miro al espejo, cuando en días como éste miro mis manos largamente, mientras las penumbras las van haciendo suyas de nueva cuenta, instrumentos de un designio al que nunca me he negado. De esta forma, me queda poco puerto: heridas a las cuales asirme, una misión, un sino. Un rostro que da asilo a una visión del miedo.

Reviso por centésima vez el equipo. Tomo impulso. Mientras me entrego de espalda al primer vuelo, la noche cae y yo caigo con ella.

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