jueves, septiembre 20, 2007

Guatemala; "...y los perros esconden el olfato".


Uno va a al campo, nunca más ajeno, de un país que no es el propio, para hacer eso que todos llaman "auditar". Y se supone que uno "audite" eso que varios llaman el "seguimiento", pero que es imposible seguir del todo. "Seguimiento" de lo que algunos gustan llamar "proyectos de desarrollo".

Y el "desarrollo", que de tan "proyectado" no se deja "seguir", acaba por no dejarse "auditar".

Charlar, casi al final de la jornada, con un instructor de campo, que encuentra entre tantas comillas cotidianas, un espacio para la poesía. Con la bondad y la paciencia necesaria para compartir con un "Auditor del Seguimiento de los Proyectos de Desarrollo", algunos nombres de autores, que le ayuden a sacudirse la melancolía, el estupor, la pena ajena y (claro está) las comillas que tanto eufemismo va dejando caer de par en par hasta llenarle por completo el ánimo. Para contar historias exentas de drama, que no exigen empatías forzadas, y que le dejan ver a su torpe interlocutor una imagen de lo que era este país (cercano pero ajeno) hace apenas diez años.

Volver a la habitación, cansado de la vida y avergonzado (hasta donde ese mismo cansancio me lo permite) del clisé de culpa que resbala por la espalda al recorrer con la mirada mi habitación en el hotel Marriott.

En mi ciudad (allá al fondo del anhelo, esta noche más lejana que en el resto de mis viajes) nunca he sido el mejor discípulo del buen Juan Pablo de Ávila; estoy seguro que nunca lo seré. Y en el fondo estoy seguro que ni el ni yo lo lamentamos. Pero hoy no me siento tan lejano de una lectura como la de Manuel José Arce.

Manuel José Arce

Aquí queda el océano: los pesqueros que abandonó Somoza.
Aquí, la costa: el algodón, bananos, caña de azúcar, caucho,
cacao, ganado y paludismo.
Más acá, el altiplano, las fincas de café y de cardamomo.
Y mas acá, hasta arriba, se encuentran la montaña y las tierras
estériles.
Y en esta aldea miserable de indios
—de indios que en la cosecha bajan al altiplano o a la costa,
en camiones de vaca, con toda la familia, por salarios que ya
ni madre tienen
a labrar los millones que se quedan
en bancos y burdeles de Miami;
de indios que van cargando a mecapal la historia—
en esta aldea, digo,
en este simple patio de tierra apisonada,un niño juega con una piedra.
Con una piedra.
Con una sola piedra.

El silencio, de pronto, decapita la canción de los pájaros.
Y el niño sigue jugando con una piedra.
Los arboles presienten el peligro. El maíz se acongoja en la
mazorca.
Hay un temblor de muerte en los celajes. El agua se detiene
en el cauce del río.
Y los perros esconden el olfato. Pero el niño
en el patio
esta jugando con una piedra.
Es un ruido en pedazos que se oye desde lejos,
retaceado,
indeciso.
Viene como cortando con hachazos metódicos el aire. Las mujeres levantan la mirada
y corren con un niño en el pecho, y otro niño en la espalda y
otro niño en el vientre,
y un niño mas colgando en cada brazo.
Los viejos sacan fuerzas de flaqueza, escarban en los reumas
hasta hallar los pedazos
de energía que quedan y corren o se arrastran mas bien.
Los helicópteros están sobre los ranchos, las casas, las calles,
y los patios.
Las llamas de napalm roen los techos de amable paja,
el campanario de la iglesia estalla,
los perros cabalgados por el fuego revientan en aullidos,
el paisaje se borra en el humazón caliente.
Vuelven los helicópteros.
Esta vez se declara el aguacero torrencial de balazos,
las cortinas que vienen barriendo lo que queda de vida entre
las brasas
y acosando en seguida la montaña
donde los trajes imperiales de las mujeres sirven de objetivo seguro.
—perseguido-encontrado-perseguido-encontrado y alcanzado—
por la eficacia de los artilleros.

Y el niño esta en el patio sin su piedra.

Terminó el juego
cuando aún tuvo tiempo de lanzarla
contra los helicópteros.

En este mapa ardiente que describe mi patria
ya no existen niños:
desde que el hombre nace, nace adulto.
Adulto y combatiente.

miércoles, septiembre 19, 2007

Cuando viajo digo mentiras.

Me llamó Eusebio, le digo, recordando rápidamente el nombre del chofer que ésta mañana me llevó a la oficina y estrecho su mano con una calculada rapidez que siempre deja a todas un tanto confusas. Eusebio Contreras, añado, doblando de golpe el periódico que mostraba en primera plana el apellido que ya siento mío.

Con el paso de los años, siempre en el camino, he ido aprendiendo a modular la voz, mesurar las miradas, aplicar la dosis justa de desinterés y nerviosismo que les da confianza. No muevo la pierna nerviosamente como suelo hacerlo, pues Eusebio Contreras no movería la pierna nerviosamente. Paso los dedos de mi mano derecha insistentemente por mis cabellos como solería hacerlo Eusebio Contreras, aún y cuando yo nunca lo haga.

El gesto mínimo, disimulado, justo, de mirar con discreción el reloj, le dará la sensación en todo momento de que era ella quien en realidad estuvo propiciando el encuentro, la charla casual. Me dirá que es su primera vez en la ciudad. Le diré que pasé la infancia muy cerca de aquí, en un poblado que prefiero olvidar, que siendo joven cruce la frontera con muy poco miedo de la selva pero con verdadero pavor a mirar hacia atrás. Ella me dirá que está en Guatemala por cierto congreso de modas. Yo le diré que cada mes y medio tengo que entregar personalmente un pequeño cargamento de pinceles artesanales que mi hermano y yo, confeccionamos en nuestra pequeña factoría en Chiapas.

Ella se irá rindiendo ante esas ficciones que sin esfuerzo y sin exceso irán conformando la verdad que da propósito y sustancia a Eusebio Contreras; se irá entregando a ellas de una forma en que nunca lo haría ante la verdad (verdadera ficción) de Luis Cortés y sus auditorias, de su inercia de vida en Aguascalientes, de sus torpes y errantes letras.
Si juego bien mis pasos - siempre lo hago - la acompañaré a su habitación, quedándome ante el umbral de la puerta (a Eusebio Contreras le importa un comino que lo consideren anticuado, seguirá siendo un ferviente devoto de la caballerosidad) y mientras sostengo la hoja de su puerta con la palma extendida sobre ella le contaré a manera de despedida una historia que pareciera no venir al caso sobre mujeres que esperan algo a solas cada noche en las iglesias de un barrio cercano, sobre como en diecisiete años ningún hombre se ha atrevido a arrojarse a la noche y al pavimento desde los balcones de éste hotel, sobre madres que venden sus niños a extranjeros en el segundo piso, ayudadas por abogados que cuentan su dinero en el estacionamiento de la planta baja.

“Me gustas”, dirá, la sonrisa rematando el contorno de la “s” final.“A mí me gusta decir mentiras cuando viajo”, replicaré yo, mi rostro cubierto por la expresión que seguramente inunda el rostro de Eusebio Contreras cuando se halla realmente triste. Entonces cerraré lentamente la puerta frente a ella, a la par que a sus espaldas la sorpresa, una lenta decepción y la oscuridad del cuarto, la irán envolviendo para no abandonarla por el resto de la noche.