Uno va a al campo, nunca más ajeno, de un país que no es el propio, para hacer eso que todos llaman "auditar". Y se supone que uno "audite" eso que varios llaman el "seguimiento", pero que es imposible seguir del todo. "Seguimiento" de lo que algunos gustan llamar "proyectos de desarrollo".
Y el "desarrollo", que de tan "proyectado" no se deja "seguir", acaba por no dejarse "auditar".
Charlar, casi al final de la jornada, con un instructor de campo, que encuentra entre tantas comillas cotidianas, un espacio para la poesía. Con la bondad y la paciencia necesaria para compartir con un "Auditor del Seguimiento de los Proyectos de Desarrollo", algunos nombres de autores, que le ayuden a sacudirse la melancolía, el estupor, la pena ajena y (claro está) las comillas que tanto eufemismo va dejando caer de par en par hasta llenarle por completo el ánimo. Para contar historias exentas de drama, que no exigen empatías forzadas, y que le dejan ver a su torpe interlocutor una imagen de lo que era este país (cercano pero ajeno) hace apenas diez años.
Volver a la habitación, cansado de la vida y avergonzado (hasta donde ese mismo cansancio me lo permite) del clisé de culpa que resbala por la espalda al recorrer con la mirada mi habitación en el hotel Marriott.
En mi ciudad (allá al fondo del anhelo, esta noche más lejana que en el resto de mis viajes) nunca he sido el mejor discípulo del buen Juan Pablo de Ávila; estoy seguro que nunca lo seré. Y en el fondo estoy seguro que ni el ni yo lo lamentamos. Pero hoy no me siento tan lejano de una lectura como la de Manuel José Arce.
Manuel José Arce
Aquí queda el océano: los pesqueros que abandonó Somoza.
Aquí, la costa: el algodón, bananos, caña de azúcar, caucho,
cacao, ganado y paludismo.
Más acá, el altiplano, las fincas de café y de cardamomo.
Y mas acá, hasta arriba, se encuentran la montaña y las tierras
estériles.
Y en esta aldea miserable de indios
—de indios que en la cosecha bajan al altiplano o a la costa,
en camiones de vaca, con toda la familia, por salarios que ya
ni madre tienen
a labrar los millones que se quedan
en bancos y burdeles de Miami;
de indios que van cargando a mecapal la historia—
en esta aldea, digo,
en este simple patio de tierra apisonada,un niño juega con una piedra.
Con una piedra.
Con una sola piedra.
El silencio, de pronto, decapita la canción de los pájaros.
Y el niño sigue jugando con una piedra.
Los arboles presienten el peligro. El maíz se acongoja en la
mazorca.
Hay un temblor de muerte en los celajes. El agua se detiene
en el cauce del río.
Y los perros esconden el olfato. Pero el niño
en el patio
esta jugando con una piedra.
Es un ruido en pedazos que se oye desde lejos,
retaceado,
indeciso.
Viene como cortando con hachazos metódicos el aire. Las mujeres levantan la mirada
y corren con un niño en el pecho, y otro niño en la espalda y
otro niño en el vientre,
y un niño mas colgando en cada brazo.
Los viejos sacan fuerzas de flaqueza, escarban en los reumas
hasta hallar los pedazos
de energía que quedan y corren o se arrastran mas bien.
Los helicópteros están sobre los ranchos, las casas, las calles,
y los patios.
Las llamas de napalm roen los techos de amable paja,
el campanario de la iglesia estalla,
los perros cabalgados por el fuego revientan en aullidos,
el paisaje se borra en el humazón caliente.
Vuelven los helicópteros.
Esta vez se declara el aguacero torrencial de balazos,
las cortinas que vienen barriendo lo que queda de vida entre
las brasas
y acosando en seguida la montaña
donde los trajes imperiales de las mujeres sirven de objetivo seguro.
—perseguido-encontrado-perseguido-encontrado y alcanzado—
por la eficacia de los artilleros.
Y el niño esta en el patio sin su piedra.
Terminó el juego
cuando aún tuvo tiempo de lanzarla
contra los helicópteros.
En este mapa ardiente que describe mi patria
ya no existen niños:
desde que el hombre nace, nace adulto.
Adulto y combatiente.