lunes, septiembre 07, 2009

La Plagioteca

Es el pasillo estrecho entre dos edificios en la Universidad, estratégico bastión para verla pasar sin que nadie me viera a su vez. Es no verla pasar y quedarme leyendo hasta olvidar las clases, el trabajo, el hambre. Es Lisboa en apreturas de centavos y euros, el refrigerador vacío, el cinturón estrenando muescas y la fila de libros alargándose en el piso de mi buhardilla, el montón de Jornales de Letras en ascenso sobre la mesa. Es volver, cada vez que podía permitirme el gasto de unos cuantos euros, al Monasterio dos Jeronimos, y buscar como un idiota alguna clave en esa tumba que nunca dio respuestas, pues no era allí donde tenía que buscarlas: eso lo supe después. Es Coimbra y calle, tras calle en un ascenso doloroso, lleno de pudor y angustia, la gratuidad de un arco, migajas en las bolsas y después un buen concierto. Es Buenos Aires, extasiado en Clásica y Moderna, Santiago Kovladoff, un poco demasiado seguro de sí mismo, envuelto en fado y las palabras de Soares, y los versos de Caeiro, Campos, Reis y aquél Fernando.

Es esta noche, la oficina a cuestas, el hastío que acierta en este centro de caliza y tedio. Es querer dormir, y que mañana ya sea lo que hoy no supo ser.

59

Cada vez que mis aspiraciones se elevaron, alentadas por mis sueños, sobre el nivel cotidiano de mi vida, y por un momento me hicieron sentir en lo alto, como un niño en un globo, cada una de esas veces, terminé bajando abruptamente en el jardín público, y conociendo mi derrota sin banderas llevadas a la guerra ni espada que yo tuviese fuerza para desenvainar.

Supongo que la mayoría de aquellos con quienes la casualidad me cruzó en la calle, cargan consigo – lo noto en el movimiento silencioso de los labios y en la vacilación imprecisa de los ojos o el elevarse de la voz con que rezan juntos – una igual propensión para la guerra inútil del ejercito sin pendones. Y todos – me vuelvo hacia atrás a contemplar sus espaldas de vencidos pobres – sentirán, como yo, la gran derrota vil, entre limos y juncos, sin resplandor de la Luna sobre las orillas ni poesía de intersección, sino miserable y de tienda.

Todos tienen, como yo, un corazón exaltado y triste. Los conozco bien: unos son empleados de algún negocio, otros trabajan como segundones de oficina; otros comercian en pequeños locales; otros son los vencedores de café y taberna, gloriosos ciegos en el éxtasis de la palabra egotista, contentos en el silencio del egotismo avaro que derraman sobre todo el que quiera oírlos. Pero todos, pobre gente, son poetas, y arrastran a mis ojos, como yo a ojos de ellos, la misma miseria de nuestra común incongruencia. Todos tienen, como yo, su futuro en el pasado.

Ahora mismo, que estoy inmóvil en la oficina, y salieron todos a almorzar menos yo, contemplo, a través de la ventana empañada, al viejo oscilante que recorre lentamente la vereda del otro lado de la calle. No camina como un borracho, camina como un soñador. Está atento a lo inexistente; hasta podría ser que aún espere. Que los Dioses, si son justos en su injusticia, nos conserven los sueños aun cuando sean imposibles, y nos den buenos sueños aunque sean mezquinos. Hoy, cuando no soy viejo todavía, puedo soñar con islas del Sur y con Indias imposibles; mañana tal vez me sea dado, por los mismos dioses, el sueño de ser propietario de una pequeña tabaquería o jubilado en una casa de la zona. Cualquier sueño es el mismo sueño, porque todos son sueños. Que los Dioses me cambien los sueños, pero no me priven del don de soñar.

Mientras pensaba todo esto sin ver lo que miraba, el viejo se me perdió de vista. No sé dónde está. Abro la ventana para localizarlo. Pero no, no lo veo. Desapareció. Cumplió, en relación a mí, con su deber visual de símbolo; terminado ese deber, dio vuelta la esquina. Si me dijeran que dio vuelta a la esquina absoluta y que nunca estuvo aquí, lo aceptaré con el mismo gesto con que cierro la ventana ahora.

¿Conseguir?...

¡Pobres semidioses de tienda que conquistan imperios con la palabra y los grandes propósitos, mientras no tienen con qué pagar el alquiler y la comida! Parecen la tropa de un ejército de desertores cuyos jefes tuviesen un sueño de gloria, no les queda más que la noción de grandeza, la conciencia de haber pertenecido al ejército, y el vacío de no haber sabido siquiera qué hacía ese jefe que nunca vieron.

Así, cada uno se concibe, alguna vez, jefe del ejército de cuya retaguardia huyó. Así, cada uno, entre el barro de las orillas, celebra la victoria que nadie alcanzó, y que perduró como migajas entre los pliegues del mantel que se olvidaron de sacudir.

Llenan los intersticios de la acción cotidiana como el polvo los intersticios de los muebles cuando no se los limpia con cuidado. A la luz vulgar del día común, se los ve lucir como gusanos grises contra la caoba enrojecida. Se sacan como un clavo pequeño. Pero nadie tiene paciencia para sacarlos.

¡Mis pobres compañeros que sueñan alto, cómo los envidio o los desprecio! Conmigo están los otros – los más pobres, los que no cuentan sino consigo mismos para contarse los sueños y hacer lo que serían versos si los escribiesen –, los pobres diablos sin más literatura que su alma, que jamás oyeron hablar de la crítica, que mueren asfixiados por el hecho de estar en el mundo sin haber aprobado aquel desconocido examen trascendente que habilita para vivir.

Unos son héroes y en la esquina de ayer aporrearon a cinco hombres juntos. Otros son seductores y hasta las mujeres que no existen son incapaces de resistírseles. Como todos ellos creen en eso cuando lo dicen, tal vez lo digan para que se les crea. Otros [dejado en blanco por Soares/Pessoa]. Para todos ellos, vencidos del mundo, los demás, sean quienes fueren, no son más que gente.

Y, sin embargo, ellos no pasan de anguilas amontonadas en un criadero; se entreveran unos con otros, se enciman unos a otros y no salen del criadero. A veces los diarios hablan de esa gente. Y, más que a veces, con frecuencia los diarios hablan de algunos de ellos – pero la fama nunca.

Esos sí que son felices porque les es dado el sueño mentido de la estupidez. Pero a los que como yo tienen sueños sin ilusiones [dejado en blanco por Soares/Pessoa].

(Libro del desasosiego – Fernando Pessoa como Bernardo Soares, de la edición de Richard Zenith, traducida por Santiago Kovladoff, emecé)