lunes, septiembre 07, 2009

La Plagioteca

Es el pasillo estrecho entre dos edificios en la Universidad, estratégico bastión para verla pasar sin que nadie me viera a su vez. Es no verla pasar y quedarme leyendo hasta olvidar las clases, el trabajo, el hambre. Es Lisboa en apreturas de centavos y euros, el refrigerador vacío, el cinturón estrenando muescas y la fila de libros alargándose en el piso de mi buhardilla, el montón de Jornales de Letras en ascenso sobre la mesa. Es volver, cada vez que podía permitirme el gasto de unos cuantos euros, al Monasterio dos Jeronimos, y buscar como un idiota alguna clave en esa tumba que nunca dio respuestas, pues no era allí donde tenía que buscarlas: eso lo supe después. Es Coimbra y calle, tras calle en un ascenso doloroso, lleno de pudor y angustia, la gratuidad de un arco, migajas en las bolsas y después un buen concierto. Es Buenos Aires, extasiado en Clásica y Moderna, Santiago Kovladoff, un poco demasiado seguro de sí mismo, envuelto en fado y las palabras de Soares, y los versos de Caeiro, Campos, Reis y aquél Fernando.

Es esta noche, la oficina a cuestas, el hastío que acierta en este centro de caliza y tedio. Es querer dormir, y que mañana ya sea lo que hoy no supo ser.

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Cada vez que mis aspiraciones se elevaron, alentadas por mis sueños, sobre el nivel cotidiano de mi vida, y por un momento me hicieron sentir en lo alto, como un niño en un globo, cada una de esas veces, terminé bajando abruptamente en el jardín público, y conociendo mi derrota sin banderas llevadas a la guerra ni espada que yo tuviese fuerza para desenvainar.

Supongo que la mayoría de aquellos con quienes la casualidad me cruzó en la calle, cargan consigo – lo noto en el movimiento silencioso de los labios y en la vacilación imprecisa de los ojos o el elevarse de la voz con que rezan juntos – una igual propensión para la guerra inútil del ejercito sin pendones. Y todos – me vuelvo hacia atrás a contemplar sus espaldas de vencidos pobres – sentirán, como yo, la gran derrota vil, entre limos y juncos, sin resplandor de la Luna sobre las orillas ni poesía de intersección, sino miserable y de tienda.

Todos tienen, como yo, un corazón exaltado y triste. Los conozco bien: unos son empleados de algún negocio, otros trabajan como segundones de oficina; otros comercian en pequeños locales; otros son los vencedores de café y taberna, gloriosos ciegos en el éxtasis de la palabra egotista, contentos en el silencio del egotismo avaro que derraman sobre todo el que quiera oírlos. Pero todos, pobre gente, son poetas, y arrastran a mis ojos, como yo a ojos de ellos, la misma miseria de nuestra común incongruencia. Todos tienen, como yo, su futuro en el pasado.

Ahora mismo, que estoy inmóvil en la oficina, y salieron todos a almorzar menos yo, contemplo, a través de la ventana empañada, al viejo oscilante que recorre lentamente la vereda del otro lado de la calle. No camina como un borracho, camina como un soñador. Está atento a lo inexistente; hasta podría ser que aún espere. Que los Dioses, si son justos en su injusticia, nos conserven los sueños aun cuando sean imposibles, y nos den buenos sueños aunque sean mezquinos. Hoy, cuando no soy viejo todavía, puedo soñar con islas del Sur y con Indias imposibles; mañana tal vez me sea dado, por los mismos dioses, el sueño de ser propietario de una pequeña tabaquería o jubilado en una casa de la zona. Cualquier sueño es el mismo sueño, porque todos son sueños. Que los Dioses me cambien los sueños, pero no me priven del don de soñar.

Mientras pensaba todo esto sin ver lo que miraba, el viejo se me perdió de vista. No sé dónde está. Abro la ventana para localizarlo. Pero no, no lo veo. Desapareció. Cumplió, en relación a mí, con su deber visual de símbolo; terminado ese deber, dio vuelta la esquina. Si me dijeran que dio vuelta a la esquina absoluta y que nunca estuvo aquí, lo aceptaré con el mismo gesto con que cierro la ventana ahora.

¿Conseguir?...

¡Pobres semidioses de tienda que conquistan imperios con la palabra y los grandes propósitos, mientras no tienen con qué pagar el alquiler y la comida! Parecen la tropa de un ejército de desertores cuyos jefes tuviesen un sueño de gloria, no les queda más que la noción de grandeza, la conciencia de haber pertenecido al ejército, y el vacío de no haber sabido siquiera qué hacía ese jefe que nunca vieron.

Así, cada uno se concibe, alguna vez, jefe del ejército de cuya retaguardia huyó. Así, cada uno, entre el barro de las orillas, celebra la victoria que nadie alcanzó, y que perduró como migajas entre los pliegues del mantel que se olvidaron de sacudir.

Llenan los intersticios de la acción cotidiana como el polvo los intersticios de los muebles cuando no se los limpia con cuidado. A la luz vulgar del día común, se los ve lucir como gusanos grises contra la caoba enrojecida. Se sacan como un clavo pequeño. Pero nadie tiene paciencia para sacarlos.

¡Mis pobres compañeros que sueñan alto, cómo los envidio o los desprecio! Conmigo están los otros – los más pobres, los que no cuentan sino consigo mismos para contarse los sueños y hacer lo que serían versos si los escribiesen –, los pobres diablos sin más literatura que su alma, que jamás oyeron hablar de la crítica, que mueren asfixiados por el hecho de estar en el mundo sin haber aprobado aquel desconocido examen trascendente que habilita para vivir.

Unos son héroes y en la esquina de ayer aporrearon a cinco hombres juntos. Otros son seductores y hasta las mujeres que no existen son incapaces de resistírseles. Como todos ellos creen en eso cuando lo dicen, tal vez lo digan para que se les crea. Otros [dejado en blanco por Soares/Pessoa]. Para todos ellos, vencidos del mundo, los demás, sean quienes fueren, no son más que gente.

Y, sin embargo, ellos no pasan de anguilas amontonadas en un criadero; se entreveran unos con otros, se enciman unos a otros y no salen del criadero. A veces los diarios hablan de esa gente. Y, más que a veces, con frecuencia los diarios hablan de algunos de ellos – pero la fama nunca.

Esos sí que son felices porque les es dado el sueño mentido de la estupidez. Pero a los que como yo tienen sueños sin ilusiones [dejado en blanco por Soares/Pessoa].

(Libro del desasosiego – Fernando Pessoa como Bernardo Soares, de la edición de Richard Zenith, traducida por Santiago Kovladoff, emecé)

lunes, junio 29, 2009

Sucursal Babel

José Agostinho Baptistas nace el 15 de agosto de 1948 en la ciudad de Funchal, Isla de Madeira.

Traductor de autores entre los que se cuentan Sergio Pitol, Enrique Vila-Matas, W. B. Yeats y Tennessee William, tiene más de 15 libros de poesía publicados, entre los que se cuentan su obra poética completa (1976-2000) publicada en el 2000 por Assírio & Alvim.

Aquí, dos poemas.

Silencio

Una noche,

cuando el mundo era ya muy triste,

vino un pájaro de la lluvia y entró en tu pecho,

y ahí, como un quejumbre,

oyose esa voz de dolor que ya era tu voz,

como un metal fino,

una lámina en el corazón de los pájaros

Ahora,

ni el viento mueve las cortinas de esta casa.

el silencio es como una piedra inmensa,

incrustada en la garganta


Anochecer

Es como el sueño que se aproxima, recogiendo sus alas,

ofuscante materia del horizonte, algo así, pesado,

golpeando en la cara, en su ardiente soledad.

En ciertas noches el viento canta.

En el oasis crece una vegetación de llanto

y en un puerto sin luces

se aproximan las sombras de la melancolía.

Un destino alcanza algunos lugares en donde se enloquece

todavía te busco, en el interior de la niebla

en el asombro de las islas

jueves, mayo 07, 2009

Trozos de historia, oídos al pasar.

Sucede que a fuerza de agregar ceros a una sucesión inacabable de diminutos, ínfimos vacíos, se logra entonces que tal adición de valores infinitamente pequeños (lo dijeron en la escuela: un cero no es más que eso e intuiste, apenas leerlo, que no había una nada que fuera igual a la otra), suma de nimiedades, acumulación de ápices, se genera entonces algo acaso cercano a la unidad.

Así debe enfrentase el autor a la nada de sus letras: agregando líneas sucesivas, interminables, a ese empeño que se juzga hueco, arrojando ideas a ese blanco inmenso segmentado en cuartillas que lo acotan, para intentar dotarlo de dimensión y medidas.

Arrojar pues la ideas dando cauce al torrente que viene de adentro, como quien insiste en tirar de un hilo que, corredizo, al deslizarse va desintegrando el frágil tejido que da forma a esa prenda que llamamos alma.

jueves, abril 16, 2009

¡Señorita Laura! ¡Yo también fui mordido por el Zombie del Altiplano!

Crédito de Imágen: d200 dug No censorship! en Flickr

El término que busco es “Tabloid Talk Show” y el referente en Latinoamérica es, sin lugar a dudas el programa televiso llamado “Laura de América”.  La mecánica: mostrar al auditorio una colección de desgracias ajenas, por medio de la exhibición humillante ante las cámaras y el público de los involucrados en dichas tragedias cotidianas.

 

No se analiza la infidelidad. No se discute el estado de los valores en la sociedad. No se habla sobre la pobreza y la marginación. No. Aquí le pegamos al raboverde de Pancho. Nos lamentamos por la ligereza de cascos de María. Y nos espantamos el tiempo necesario, ante la realidad del único cuarto en el que duerme Pedro, su esposa Juana y las cinco hijas adolescentes de ambos, con las que Pedro no tiene particular interés en establecer diferencias en cuanto a placeres carnales. La solución a todos estos dramas (además de los golpes que acaban propinándose entre todos, los cuales, estoy convencido, deben tener un efecto terapéutico importante) se reducía invariablemente a obsequiar a los desdichados un carrito sandwichero y un curso de computación en el CNCI, lo que llenaba sus ojos de esperanza  y una convicción clara de enmendar el rumbo. La magia de la televisión.

 

¿Qué ocurría pasado un mes?  Bueno, lo más probable es que la señora volviera a liarse con el panadero, que la hija siguiera prostituyéndose por drogas, y que el niño de 14 años siguiera siendo el amante en turno del estilista homosexual de la esquina. El carrito sandwichero habría sido empeñado con toda seguridad para ir a comprarse una nueva televisión en la tienda Elektra más cercana y el curso de computación sería abandonado tras la segunda clase al averiguar que las hojas de cálculo de Excel no se enrollan para hacer cigarros.

 

En Aguascalientes, es bien sabido, tenemos una debilidad por el rumor, mientras más sangriento mejor. De ahí que la publicación más leída en el estado sea el semanario “Tribuna Libre” (edición con dos colores, azul y rojo, faltaba más). Es triste que no tengamos una debilidad igual por el humor.

 

El escozor ya se ha extendido. A estas alturas me pregunto si es de utilidad hacer una reseña breve de lo ocurrido. Los detalles los pueden encontrar en México Kafkiano (www.mexicokafkiano.com) sitio interesante pero ilegible, pues exige lectores comprometidos cuyo ejercicio intelectual inicia al descifrar el acomodo caótico de los textos en su página web. Detalles adicionales sobre la trama pueden encontrar en la bitácora de Edilberto Aldán (www.recuerdoinutiles.blogspot.com) y en las ediciones más recientes del diario La Jornada Aguascalientes (www.lajornadaaguascalientes.com.mx).

 

Baste decir que los Praga Boy llegaron, y que este pueblo es lo suficientemente grande para que quepan ellos, el Zombie del Altiplano, el MatC, y todo grupo que quiera tener su piedra en este literaguastiangüis cultural.

 

Sirva también decir que dicho comando parece estar bien entrenado y que vienen fuertemente armados. El autor local que recibía comentarios sobre su obra (si es que tenía la suerte de que alguien comentara sobre su obra) estaba acostumbrado a lidiar con conceptos como: “búsqueda del lenguaje”, “personajes sólidos” (o etéreos, según conviniera al comentador o al comentado), “apuestas por encontrar una voz propia”, y otros parecidos que venían a decir más o menos lo mismo: nada. Ahora, los tiempos han cambiado, y con la llegada de los Praga Boys, el autor local deberá aprender a enfrentarse a términos como “Dramatis Personae”, “idiolecto”,  “isotopías del texto”, o verdaderos manjares para el intelecto crítico como “umbral […] tributario a un dialecto lírico rulfiano”. Ábranla, que llevan balas… semióticas.

 

El ZAP Affaire ha logrado más en un par de semanas, que cualquier otro acontecimiento literario de nuestro estado en más de cinco años (claro, no es que haya habido un verdadero acontecimiento literario durante ese periodo… tampoco estoy diciendo que el ZAP Affaire sea un acontecimiento literario en sí). No estoy hablando en términos de ruido, de atención de medios virtuales e impresos, de comidilla de pasillo institucional. Las páginas en torno al tema van lenta, pero consistentemente aumentando. Las preguntas se formulan y las opiniones se dividen, que en mi opinión es el mejor elogio que una obra puede merecer. En cuanto a nosotros, promesas oxidadas, glorias en la banca, nos revolvemos inquietos. Algunos (siempre habemos tontos temerarios) queremos ser el siguiente blanco. Otros desconfían de la empresa y la cuestionan, afilando flechas, que no sabemos si serán disparadas. Lo más importante es que estamos leyendo y estamos escribiendo. Eso siempre es plausible. Y el mérito es de ellos, los universitarios kafkianos.

 

Pero dichas opiniones dividas, si bien las ponderaba en el párrafo anterior como un elogio, pueden tomar rumbos equivocados: el aire caliente que generen puede hacer ondear banderas de causas erróneas o elevar, cual globos aerostáticos, un puñado de egos. De no cuidarse, esto podría ocasionar que un ejercicio que se adivinaba fresco, pudiera ser el nuevo episodio del “Tabloid Talk Show” literario y cultural que de vez en vez inunda los espacios públicos de nuestra ciudad. Se perderá de vista la importancia de revisitar nuestro quehacer literario para discutir quien tiene la antología más grande. Perderemos de vista la ausencia de nuestras voces en el panorama nacional para jalarnos el pelo diciendo que yo publico en más medios locales que tú. Al final, nos enviarán a casa, llevando bajo el brazo nuestro foldersote bienmuchero y el vale para un curso de iniciación literaria en el CIELA. Y dentro de un mes nos reuniremos en un café con la única diferencia de que ya tendremos una perla más para desempolvar y exhibir sobre la mesa: ¿recuerdas la que se armó cuando esos muchachos retomaron lo del Zombie del Altiplano?

 

Parafraseando a Joseph Carey Merrick: ¡No soy un chiste! ¡Soy una etiqueta! ¡La obra de un autor local!

 

¡No soy un monstruo!

¡Soy un ser humano!

¡Un hombre!

El hombre elefante,

dirigida por David Lynch

 

La conversación que inicia ya arroja algunas confusiones que exigen ser acotadas. La mayor de ellas es entregarse a pensar que el denominativo de Zombie se aplica a un autor o grupo de autores originarios o radicados en el Estado. Al acuñar el término Edilberto Aldán fue claro en ese aspecto: el apelativo se refería obra, al quehacer literario. Al inexistente papel que ocupa la literatura de (¿desde, sobre, para, con, por, tras…?) Aguascalientes en el panorama literario nacional. A nuestro afán por deambular arrastrando nuestras viejas glorias y habernos negado a seguir participando en el dialogo de las letras nacionales (ya no digamos internacionales). Cuentan los que estuvieron presentes aquél día, que la broma no fue bien tomada, pero no generó mayor reacción en su momento. Al parecer, siempre hemos tenido una capacidad de reacción más bien lenta para este tipo de situaciones, y el chiste viene cobrando relevancia a casi dos años de haber sido contado.

 

En efecto, en la confusión, y negándose rotundamente a ser calificados como Zombies (lo cual no debe verse nada bien en un curriculum para el FONCA o cualquier otro tipo de estímulo a la creación), algunas voces se alzaron clamando que “Zombie del Altiplano” no era ninguna guía, sino un chiste.

 

Edilberto Aldán, que nunca deja pasar una oportunidad para dejar registro de que puede ser gracioso, ha respondido al comentario argumentando que, en efecto, se trataba de un chiste, el cual aún defiende y reitera. Renovado clamor de voces en contra. Caemos entonces en una escena de los Looney Tunes, en las que los personajes cambian alternativamente un letrero gritando contundentes: ¡Chiste! ¡Guía! ¡Chiste! ¡Guía! ¡Chiste! ¡Chiste!

 

De esta forma nos convertimos en personajes de una fábula de Iriarte, discutiendo cual conejos a la fuga si la jauría que se nos viene encima se integra por galgos o por podencos. De mantener la discusión por ese derrotero, lo más probable es que éste nuevo quehacer acabe siendo mordido por el temible monstruo, se infecte del aciago virus  y comience también a vagar por el Altiplano en busca de cerebros, o reseñas, o intercambios académicos de ultramar.

 

Daño colateral

 

¡Somebody made a mistake!

¡Somebody made a fucking mistake!

Zombie Strippers

 

 

Todo experimento tiene efectos secundarios indeseables. No hay que olvidar que si algo nos ha enseñado el cine B es que todo brote zombie es producto de un experimento fallido. A pesar de todas las bondades que un ejercicio cotidiano de la crítica aporta al quehacer literario (no local, no estatal, no regional, ni nacional: la literatura es una), nos exponemos al peligro de que este ejercicio tenga como destinatario una población en donde el desinterés por la lectura es un vicio arraigado. Las mismas conversaciones de café a las que se ha hecho multi-mención en las notas en torno al ZAP Affaire ya están plagadas de personajes que dicen haber leído libros por el hecho de haber memorizado sus contraportadas, cuartas de forros y, en algunos casos, las reseñas de algunas revistas o blogs. Este mismo grupo, o gran parte del público no lector puede descartar la lectura de las obras criticadas bajo el pretexto de que los Zombies del Altiplano (las obras, recuerden, siempre hablamos de las obras) no son de su agrado, o ya han sido vituperados por los Praga Boys o cualquier otro grupo de avanzada. Tendríamos entonces un escenario de lectura y edición por eliminación, o peor, por omisión. Se perfilan ya algunos ejemplos de lo anterior en los comentarios dejados en varias de las notas concernientes al ZAP Affaire.

 

El enfoque Van Helsing: Matar una aberración a la vez.

 

Si se abordan demasiados temas y se intenta aglutinarlos a todos bajo el estandarte de la cruzada en contra del Zombie del Altiplano, se corre el riesgo de perder foco, de caer en otro de los vicios de viejo arraigo en nuestra ciudad (vaya, que deambular por el Altiplano impulsados por el hambre de carne humana, no es la única gracia que tenemos): opinar de todo y  no avanzar en nada.

 

El planteamiento inicial es estimulante: Revisitar la obra local, concediéndole el privilegio de la lectura que sus contemporáneos le negaron. Obligar al autor a asumir responsabilidad sobre lo escrito y publicado. Abandonar la práctica del maquinal palmeo en la espalda, acompañado de una ausencia total de lectura a la obra de nuestros contemporáneos.  

 

Atacar la ausencia de crítica en el estado con un ejercicio que no sólo genere en el autor criticado el interés por revisitar su propia obra y detectar en ella fortalezas que mantener y áreas de oportunidad que se deben trabajar en el futuro (Adán Brand utiliza el término “vergüenza” en una de sus notas, yo no estoy de acuerdo con él, no creo que esto deba tener como objetivo ir exigiendo vergüenzas y expiaciones). Yo quiero aferrarme a la idea de un ejercicio de crítica de que genere crítica posterior y de calidad creciente, ahora ya no sólo local sino un ejercicio crítico pleno y variado, desde y para Aguascalientes.

 

En contraposición al panorama antiguo, se aventuran felicitaciones y reivindicaciones gratuitas a proyectos como la revista Parteaguas y Primera Obra. La primera se pinta como la respuesta al embargo literario que se vivía en el estado. Como colaborador en dicha publicación, incluso como antiguo miembro de su consejo editorial, puedo aventurarme a decir que nunca ha estado en el interés de Parteaguas ser una revista “literaria”: no lo necesita, sus aspiraciones son otras. El que deje un espacio en sus páginas para participaciones literarias no la hace una respuesta a ningún embargo literario. Página 24 es un diario que tiene un suplemento semanal literario y eso no lo vuelve un periódico literario. La Jornada tiene un suplemento cultural, y otro filosófico, que no lo vuelven un periódico cultural o filosófico. Talleres sí era una revista literaria. Tierra Baldía aún es una revista literaria ¿Buenas? ¿Malas? Eso es tema de otra discusión.

 

Primera Obra tiene el gran mérito de abrir un espacio a autores que, de otro modo, no tendrían la oportunidad de mostrar su trabajo, y el mecanismo para que una obra sea seleccionada es abierto e incluyente (de lo cual no se podía presumir en el pasado, debo admitir). Pero un proceso incluyente nunca ha sido garantía de recibir trabajos de calidad, y el criterio con que un jurado elije una obra por sobre otras, por incomodo que resulte mencionarlo, puede incurrir en las mismas fallas y vicios humanos que el de un Consejo Editorial, por más cerrado y excluyente que éste último pudiera haber llegado a ser. Además, Adán Brand emplea, al referirse al jurado de Primera Obra, términos peligrosos como Old School, el cual aparece en su texto sin mediar mayor referente y, por tanto, sin otra utilidad que la acusación al aire. Ahora bien, y en el ánimo de retomar el proyecto inicialmente planteado por los Praga Boys, ¿qué relevancia tienen estos dos temas? Distracciones innecesarias. El Zombie avanza dos casillas.

 

Luego se cuestionó la pertinencia de la función del Centro de Investigaciones y Estudios Literarios de Aguascalientes. Sin ahondar en los recursos con los que cuenta dicho proyecto y las facilidades que brinda (sean utilizados o no, se hayan solicitado o no) se propone incluso un ingenioso cambio de nombre, que no es una solución al problema planteado (la producción en dicho centro de estudios lingüísticos y literarios “serios”) sino encajar el dedo hasta tocar el fondo de una llaga que indirectamente o directamente hemos causado todos aquellos que decimos tener un interés en la literatura. No olvidemos, por ejemplo, que los nativos que tienen la capacidad, las herramientas y el interés por llevar a cabo dichos estudios literarios “serios” están, sin falta, aprovechando la primera oportunidad para salir del estado y realizar dichos estudios colmados de seriedad en instituciones que, trampas de la historia, nunca han dado talleres para principiantes. ¿Ven lo fácil que es distraerse? Lo poco que se necesita para alejarnos de la idea con que lograron entusiasmarnos a más de uno.  Doble seis en los dados. Avanza la ignorancia, digo, el Zombie.

 

Ahora lo que comienza a debatirse en los comentarios a la (afortunadamente) creciente cadena de artículos y notas sobre el asunto, lo que se comenta en las discusiones de café, en los salones virtuales de conversación y en las redes sociales son los criterios apropiados para la creación de un corpus literario local. De nuevo (hay personas que cargan con una maldición constante) una propuesta de Edilberto Aldán es malinterpretada: en un intento por plantear una guía, un pie de crítica para continuar con el ejercicio sano de diagnosticar el estado verdadero de la obra publicada en el estado, la discusión ha degenerado en quién merece o no, ser llamado escritor local. Las vestiduras  comienzan a rasgarse, los egos a resquebrajarse, y los espectadores inocentes (¿existirá tal cosa?) comienzan a girar los ojos desempolvando las etiquetas de snob para poder pegarlas a nuestras espaldas a la primera oportunidad. Que si mi antología es mejor que las que mencionas. Que si los que sólo publican en revistas también son escritores. Que si un autor de Aguascalientes redacta su obra en un bosque desierto de la China y luego la entierra bajo una piedra en un cementerio polaco, también debe ser considerado escritor. Confusiones, distracciones, temas tangentes, pérdidas de tiempo.

 

De las ráfagas que han descargado las armas semiautomáticas de esta bienvenida guerrilla, me quedo con la siguiente de Aldo García Avila, en relación al ejercicio que están llevando acabo: “¿Es necesario? Claro que lo es, pues tratamos de averiguar cuál es el estado de salud, literariamente hablando, en el que se encuentra la literatura de nuestro Estado. Y habrá que leerlos. Y tendrán que leernos.”

 

Me sumo a las expectativas de Joel Grijalva quien, además de sus ocultos afanes de dominación mundial, aboga por que esto se convierta en una plática prolongada y fructífera. Si son lo suficientemente disciplinados para no ampliar la mira del cañón, si se mantiene una discusión como la que han generado hasta ahora, carente de descalificaciones y centrada en la obra, siempre en la obra, llegará el momento en que el tema sea válidamente agotado y puedan pasar a lo siguiente:

 

-          ¿Recuerdas cuando despertamos al Zombie del Altiplano? – preguntará invadido de saudade Jorge “Mukarovsky” Terrones.

-          ¡No hay tiempo para nostalgias! – le recriminará lúgubre José Ricardo “Jakobson” Pérez Ávila – ¡Ahora con todo contra Narrativas hispánicas!

-          ¡Contra la Vampiro Catalán! – gritará Aldo “Damaso Alonso” García –  ¡Al Pragamóvil!

 

 

miércoles, febrero 18, 2009

Jorge Fernández Granados, Premio Carlos Pellicer


Llevo tiempo tratando de definir cuál de las experiencias relacionadas con el trato con Jorge Fernández Granados es más sobrecogedora: la lectura de su obra, escucharlo "leer" sus poemas o conocerlo y charlar con él (tan torpemente como mi condición de tullido social me lo permitió en aquella torpe ocasión; ni hablar, una cuenta más al rosario de encuentros falllidos por culpa nada más que mía).

"Unidad temática y estilística sobresaliente; el poder metafórico y capacidad rítmica originales que conforman una voz sólida y madura"  es lo que el jurado halló en "Principio de Incertidumbre" para concederle el premio del V Encuentro  Iberoamericano de Poesía "Carlos Pellicer Cámara", correspondiente a obra publicada en 2008.

Libro que para mí ya ha sido tema de númerosas charlas de café y no menos relecturas. Libro que fiel a su concepción, hace que el observador (lector) y la posición de éste, sea tan determinante en la experiencia lectora...

Quede aquí una muestra del libro ganador y la sincera recomendación para acercarse a la obra de Jorge.


Los muertos

 (tomado de Principio de Incertidumbre, Jorge Fernandez Granados, 2008)

será que guardan la medida de otro mundo

suspendido

entre dos instantes de esto

que aquí llamamos tiempo

o lo vivido un súbito

recuerdo esta certeza

de que nunca estamos solos

 

yo no soy un hombre soy una legión de muertos

 

y algo cae

y pertenece

a su reino

al evocarlos

 

será

 

que guardan otra acumulada edad

de la tierra que descansa

en lo que estuvo en la tierra

si es que fuera

tierra todo lo visible y lo

que no

 

será

 

que habitan lo invisible

pero pesan

desde ahí

y nos inventan

yo no sé

sólo digo que están muertos sólo digo

que los pienso

en este aquí

provisional presente como decir aparición

de lo que fueron o somos o seremos digo fe

en lo aparecido y lo desaparecido y lo inaparecido

(aún)

digo visitantes ausencias en las ruinas

del amor

 

y el espanto

que nos falta (todavía)

para deletrear la tierra

 

será

 

que no sospechan

que su mundo es este mismo el único y que (aún)

discutimos su existencia

porque piensan despacio muy despacio

como muertos tanto

que uno solo de sus pensamientos

puede tomar siglos

en nosotros igual para nacer

que el cristal bajo la roca o ser veloces deslumbrantes

como el reloj del sol

en el lomo de los peces (oro) un golpe

que rebasa el pensamiento en un destello

 

esto no es un pensamiento es un temblor

 

todos mis muertos

que tanto he contado y conocido

ellos tan antes y son muertos son todos desde el tiempo

donde arañé la cita

de una historia esta historia de una sombra son testigos

y acaso

testamento

 

será

 

que están ya conmigo todos viviendo mis muertos

lunes, enero 19, 2009

Edgan Allan Poe - Bicentenario


La máscara de la muerte roja
Edgar Allan Poe


La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.

Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.

Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.

Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.

A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.

Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.

Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.

Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.

Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.

Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.

-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!

Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.

Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.

Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.